lunes, 12 de noviembre de 2012

Los Aztecas y su culto a la Muerte.


Los aztecas y el culto a la muerte.

"El pueblo mexicano tiene dos obsesiones: el gusto por la muerte y el amor a las flores. Antes de que nosotros "habláramos castellano" hubo un día del mes consagrado a la muerte; había extraña guerra que llamaron florida y en sangre los altares chorreaban buena suerte".

Carlos Pellicer:

Para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa. Esta afirmación de Octavio Paz en su conocido ensayo sobre el mexicano (El Laberinto de la Soledad) encuentra plena confirmación en los testimonios escritos y arqueológicos que nos hablan de cómo los pueblos nahuas concebían la muerte.

Basados en esos testimonios podemos señalar a los aztecas como promotores de uno de los más notables cultos a la muerte que registre la historia.

El dato más sorprendente de ese culto lo cons­tituyen los sacrificios humanos que tanto horror causaron en conquistadores y cronistas, y que si­guen contrariando nuestra sensibilidad. Esos ritos sangrientos, sin embargo, no han sido interpreta­dos de manera satisfactoria por todos los historiadores. Sólo a través de una investigación minuciosa es posible reconocer en los mitos esenciales del pueblo azteca la raíz y justificación del sacrificio humano. Más adelante nos iremos refiriendo detalladamente a tales mitos; por el momento, basta con enunciar sus aspectos fundamentales: la divinidad se ha sacrificado para que haya vida en el mundo; toca a los hombres corresponder al sacrificio divino ofreciéndole lo más precioso de sí mismos -la vida, la propia sangre- y transformándose de ese modo en colaboradores con la divinidad a fin de que la vida continúe sobre la tierra.

Planteada así, la necesidad cósmica del sacrificio humano para explicar suficientemente el ritual de sangre practicado por los aztecas; pero no hemos de olvidar, por otra parte, el carácter aguerrido de esta raza que en dos siglos escasos, logró pasar de una situación dé esclavitud y barbarie a la forjadora del que fue, acaso, el más poderoso imperio de la América prehispánica. 
«La existencia de Tenochtitlán -aclara la antropóloga Laurette Séjourné- reposaba sobre los tributos de los países conquistados, y es fácil comprender la necesidad imperiosa que tenían los aztecas de un sistema de pensamiento que sostuviese su imperialismo» (1).

En otras palabras, cabe preguntarse hasta qué punto la esfera gobernante de la sociedad azteca tenía fe en esa pretendida justificación cósmica del sacrificio humano y en qué grado usaba la religión como parte de una superestructura al servicio de los intereses y necesidades de su control absoluto y tiránico.

Los predilectos del Sol

Como quiera que sea, la doctrina oficial era bien definida y contundente: la máxima aspiración del hombre en cuanto a su destino final era la de ser admitido en la Casa del Sol. Este privilegio estaba reservado a los guerreros muertos en la batalla o en la piedra de sacrificios. Tonatiuh, el Sol, tenía en Huitzilopochtli - el dios propio de la tribu azteca - una de sus principales encarnaciones. Y Huitzilopochtli era el dios guerrero por excelencia. Un mito azteca refiere que Coatlicue, la vieja diosa de la tierra, después de haber engendrado a la luna y a las estrellas, llevaba una vida de retiro y castidad como sacerdotisa de un templo; una vez, mientras barría, se encontró una como pelota de plumas y la guardó junto a su vientre; cuando quiso tomarla de nuevo, la bola de plumas había desaparecido, y ella, en cambio, se sintió embarazada. Al advertirlo sus hijos, decidieron darle muerte. Ella lloraba por su triste destino, pero el nuevo fruto de su vientre la consolaba desde adentro asegurándole que habría de defenderla. Así fue: en el preciso momento en que iba a ser sacrificada, nació Huitzilopochtli y con una serpiente de fuego cortó la cabeza de su hermana Coyolxauhqui (la luna) y puso en fuga a sus innumerables hermanos, los Centzonhuitz­náhuac (estrellas). Por eso, al renacer cada día, Tonatiuh-Huitzilopochtli vuelve a entablar combate con sus hermanos (la luna y las estrellas) y, armado de la serpiente de fuego (el rayo solar), los hace huir; su victoria significa un nuevo día de vida para los hombres.

Los hijos predilectos del Sol son los guerreros que mueren en la batalla o inmolados en la piedra de sacrificios; por eso los recoge en su Casa, en su paraíso del oriente, donde gozan de su presencia y, en prados y bosques celestes, se divierten haciendo simulacros de luchas; cada mañana, al aparecer el Sol por el oriente, lo saludan con gritos de júbilo, golpean sus escudos y lo acompañan hasta el cenit.

Se creía que estos privilegiados acompañantes del Sol, a los cuatro años de haber muerto se convertían en inmortales aves preciosas y se alimentaban con el néctar de las flores en los jardines del Tonatiuhichan (Casa del Sol), pudiendo también descender a la tierra. En cuanto a los hombres muertos en la piedra de sacrificios eran equiparados a los guerreros caídos en la lucha, pues se consideraba que con sus vidas habían alimentado al Sol, el guerrero divino que campea en el cielo.

A la luz de estas creencias, se comprende la importancia que tuvo, dentro de la sociedad azteca, la educación para la guerra y la constante aspiración a transformarse en habitantes de la casa solar. Se comprende igualmente el carácter sagrado atribuido a la lucha, y la existencia de modalidades tan especiales como las «guerras floridas» que se hacían con objeto de capturar prisioneros para los sacrificios.

La religión azteca implicaba también la fe en un paraíso de occidente. Lo mismo que el oriental, formaba parte del reino del Sol: era morada de las mujeres muertas en el primer parto. A estas mujeres se les otorgaba el mismo rango que a los guerreros perecidos en la batalla. Si éstos acompañaban a la divinidad solar hasta la mitad del cielo, ellas « partiendo de medio día iban haciendo fiesta al sol, descendiendo hasta el occidente, llevábanle en unas andas hechas de quetzales o plumas ricas, que se Llaman quetzalli apanecáyoil; iban delante de él dando voces de alegría y peleando, haciéndole fiesta; dejábanle donde se pone el sol... » (2).

Un dato curioso es que, a pesar de la grandísima estima en que eran tenidas las mujeres muertas en parto (incluso se les divinizaba, dándoles el nombre de cihuateteo, «mujer-diosa»), su presencia en la tierra, a donde descendían en ciertas fechas señaladas por el calendario ritual, se consideraba más bien funesta, sobre todo para las mujeres y los niños. La misma figura con que se les representaba era espantosa: con un rostro descarnado y provistas de garras. Se suponía que en determinadas ocasiones voceaban y bramaban en el aire, y que solían espantar en las encrucijadas de los caminos.

Los escogidos de Tláloc

Tláloc es, por encima de sus demás atributos, el dios de la Lluvia, una de las divinidades más antiguas de Mesoamérica. Dada la importancia que tuvo la agricultura en la economía de los aztecas, no debe sorprender que hayan adoptado a Tláloc como uno de sus dioses principales. Los dos templetes o torres que coronaban el teocalli o templo mayor de Tnochtitlan estaban dedicados precisamente a Tláloc y a Huitzilopochtli. Los aztecas adoptaron también (tomándolos de los antiguos toltecas) los mitos que se refieren a Tláloc y con ellos, la convicción de que existía un paraíso de Tláloc, el Tlalocan, a donde iban los difuntos que habían perecido ahogados o fulminados por el rayo, o víctimas de la lepra, o hidrópicos o sarnosos, o a causa de cualquier enfermedad de las que se consideraban relacionadas con las divinidades del agua (2).

Los informantes de Sahagún describieron el Tlalocan como una especie de paraíso terrenal, «en el cual hay muchos regocijos y refrigerios, sin pena ninguna». De este jardín de delicias en el que también creyeron los aztecas, tenemos un valioso testimonio pictórico en un muro teotihuacano que se remonta al siglo IV: de la figura de Tláloc parecen proceder las corrientes de agua que rodean un jardín donde los hombres gozan entreteniéndose con el canto, la danza y toda clase de juegos.

Se creía que el Tlalocan estaba ubicado en el sur.

Los que iban al Mictlan

Quienes no habían sido elegidos ni por el Sol ni por Tláloc, al morir descendían al Mictlan, pasando por una serie de pruebas antes de alcanzar el descanso definitivo o la desaparición. Esas pruebas eran nueve y, en cierto sentido, correspondían a otros tantos estratos del inframundo, cada uno más profundo que el anterior. La creencia en esas pruebas estaba muy relacionada con ciertos detalles de los ritos funerarios; por ejemplo, la costumbre de enterrar un perrito juntamente con el muerto, dependía de la convicción de que éste tenía que superar el caudal de un río subterráneo y sólo el perrito podía auxiliarle en ese trance.

Sobre la ubicación del Mictlan, hay discordancia entre las varias tradiciones. Así como se le sitúa más profundo de la tierra, se dice también que queda al norte. Esta última tradición parece más congruente con la ubicación de los otros lugares a donde pueden concurrir los muertos: las direcciones oriente y poniente corresponderían al paraíso solar; el sur al Tlalocan; el norte al Mictlan. En todo caso, queda fuera de discusión su carácter subterráneo y sombrío, aunque la creencia en un recorrido circular por parte del sol presuponía que, después de su trayectoria de oriente a poniente, la divinidad solar penetraba en la tierra, según su viaje a través del inframundo e iluminaba a los muertos, que despertaban igual que hacen los vivos a la luz de un nuevo día. También esta creencia la hallamos consignada en la obra de Sahagún, la fuente más valiosa sobre el antiguo México.

Ritos funerarios

A los muertos destinados al Mictlan se les solía amortajar en cuclillas, envolviéndolos bien con mantas y papeles y liándolos fuertemente. Antes de quemar el bulto mortuorio, se ponía en la boca del difunto una piedrecilla (de jade, si se trataba de un noble); esa pequeña piedra simbolizaba su corazón y le era puesta en la boca para que pudiera dejarla como prenda en la séptima región del inframundo, donde se pensaba que había fieras que devoraban los corazones humanos. Asimismo, ponían entre las mortajas un jarrito con agua, que había de servirle para el camino. Sus prendas y atavíos eran quemados para que con ese fuego venciera el frío a que tenía que enfrentarse en una de las regiones del más allá donde el viento era tan violento que cortaba como una navaja.

La abundancia de papel que se empleaba en el amortajamiento le habría de servir para superar otra de las pruebas: el paso entre dos montañas que se juntaban impidiendo el tránsito. También se le entregaban al difunto algunos objetos de valor para que los obsequiara a Mictlantecuhtli o a Mictecacíhuatl, señor y señora de los muertos, al Llegar a la última etapa de su accidentado viaje. Tocaba a los ancianos dirigir las ceremonias fúnebres, desde el amortajamiento ritual hasta la incineración del cadáver y el entierro de las cenizas. Todo se Llevaba a cabo en medio de fórmulas mágicas y recomendaciones al difunto para que acertara en sus pasos por el más allá.

Después de la incineración, que se cumplía entonando cánticos, los ancianos rociaban con agua los residuos humanos; los colocaban en una urna y los enterraban en alguno de los cuartos de la casa, sin omitir la piedrecilla que le habían puesto en la boca al difunto, ofrendas varias y el infaltable perrito que habría de ayudar a su amo en su viaje por ultratumba.

Los informantes de Sahagún refirieron que era costumbre poner todos los días ofrendas en el lugar donde estaban enterrados los huesos de los muertos. Creemos que tal afirmación no se debe tomar al pie de la letra, pero pone muy de relieve el culto y atenciones de que eran objeto los difuntos. Ciertamente, las ofrendas eran obligatorias a los ochenta días de la muerte, y cada año hasta cumplirse los cuatro que duraba el viaje al Mictlan. 

Eso, independientemente de las fiestas que el calendario ceremonial establecía para el culto de los muertos. Bastaría recordar que el sexto día de los veinte que constituyen la división básica del calendario azteca Llevaba el nombre de Miquiztli (muerte), y que el noveno y décimo meses de los 18 que tiene el año náhuatl estaban dedicados al culto de los muertos, primero de los niños y luego de los adultos.

Volviendo un poco a lo que señalábamos acerca de los entierros, conviene aclarar que las cenizas y huesos de los nobles no eran enterrados en un aposento cualquiera, sino en lugar sagrado, por lo general en las proximidades de un templo. El aparato ritual en esos casos era mucho más complicado, e implicaba la muerte de numerosos esclavos. Bernardino de Sahagún lo consigna en estos términos: «y así también mataban veinte esclavos y otras veinte esclavas, porque decían que como en este mundo habían servido a su amo asimismo han de servir en el infierno; y el día que quemaban al señor luego mataban a los esclavos y esclavas con saetas..., y no los quemaban juntamente con el señor sino en otra parte los enterraban» (3).

Todo lo apuntado en los párrafos anteriores sobre ritos funerarios, se refiere sólo a los muertos destinados al Mictlan, los únicos cuyos cuerpos eran quemados. De los destinados al Tlalocan, Sahagún dice expresamente que «no los quemaban sino enterraban los cuerpos de los dichos enfermos y les ponían semillas de bledos entre las quijadas, sobre el rostro, y más poníanles color de azul en la frente, con papeles cortados, y más en el colodrillo poníanlos otros papeles, y los vestían con papeles y en la mano una vara» (4). Dicha vara era una rama seca que se enterraba juntamente con el cadáver, en la convicción de que, llegando el difunto al Tlalocan, aquella rama reverdecería en señal de haber sido aceptado su portador en el paraíso de Tláloc.

En las honras fúnebres y entierros de las mujeres muertas en parto había aspectos muy peculiares: después de múltiples abluciones al cadáver de la mocihuaquetzqui (mujer valiente), se le vestía con sus mejores galas y, llegada la hora del entierro, que se hacía a la puesta del sol, el marido la Llevaba a cuestas hasta el patio del templo dedicado a las cihuateteo, donde habría de ser sepultada.

Formaban el cortejo fúnebre los parientes y amigos de la muerta, armados todos «con rodelas y espadas y dando voces como cuando vocean los soldados al tiempo de acometer a los enemigos». 

Tales actitudes, además de rituales, tenían una función práctica, pues debían defenderse de los guerreros jóvenes, que irrumpían contra el cortejo fúnebre con el propósito de apoderarse del cadáver y cortarle el dedo central de la mano izquierda y los cabellos, prendas a las que atribuían poder mágico para adquirir valor en la lucha e infundirles miedo a los enemigos. También los salteadores -por motivos parecidos- procuraban hacerse del cadáver para cortarle el brazo izquierdo. Por eso el marido y otros deudos de la difunta, durante cuatro noches seguían velando en el lugar donde se había hecho el entierro.

El ceremonial luctuoso para los guerreros caídos en la lucha era aún más complicado, abundando las fórmulas laudatorias y concluyendo, antes del entierro, con la quema de una figura de palo representando al difunto con todas sus insignias.

Por lo que se refiere al cuerpo de los sacrificados, los testimonios son variados y hasta cierto punto contradictorios.

Conviene precisar dos cosas:

1. La práctica de la decapitación después del sacrificio era muy habitual; la cabeza de la víctima solía ser destinada al Tzompantli, monumento fúnebre donde se exponían los cráneos de los sacrificios.

2. El discutido recurso al canibalismo. Es verdad que en determinadas ocasiones algunas partes del sacrificado eran comidas. Pero hay que decir que en esos casos se trataba de un canibalismo meramente ritual. Como aclara Alfonso Caso, «el canibalismo azteca era un rito, que se efectuaba como una ceremonia religiosa, a tal punto que el que había capturado al prisionero no podía comer su carne, pues lo consideraba como su hijo. No hay que olvidar que para los aztecas las víctimas humanas eran la encarnación de los dioses a los que representaban y cuyos atavíos llevaban, y al comer su carne practicaban una especie de comunión con la divinidad...» (5).

Para abundar en el argumento de Alfonso Caso, tengamos presente que, en efecto, no pocas veces el sacrificado era al mismo tiempo ofrenda y representación del dios. James George Frazer recuerda como el más notable ejemplo universal entre los ritos de sacrificio humano del dios, el festival Llamado Toxcatl, el mayor del año mexicano: «sacrificaban anualmente a un joven en el carácter de Tezcatlipoca, 'dios de dioses', después de haber sido mantenido y adorado como aquella gran deidad en persona por un año entero» (6).

Complejidad del panteón azteca.

En el momento en que los sorprendió la conquista, los aztecas practicaban el más abigarrado politeísmo, no obstante la existencia de corrientes que tendían a simplificar el panteón azteca agrupando a varias divinidades como manifestaciones diferentes de un mismo dios.

Es muy importante tener en cuenta que la tribu azteca fue la última en establecerse en el valle de México y sus alrededores, y que llegó a esos parajes tan desprovista de un pasado cultural sólido que se adueñó enseguida del marco espiritual implantado allí por los pueblos que habían florecido con anterioridad, especialmente los toltecas.

Ese adueñarse no fue una verdadera asimilación y continuidad de la atmósfera cultural encontrada, sino un apropiarse interesado que dio como fruto manifiesto un doble fenómeno: el empleo de los aspectos que más convenían a sus necesidades y ambiciones de poder, y -por los mismos motivos- la descomposición de muchos otros aspectos mediante un proceso de nacionalización.

El ejemplo más notorio nos lo proporciona la figura de Quetzalcóatl, el supremo héroe mítico de Mesoamérica, tan asimilado por los aztecas que los sacerdotes de su sangrienta religión se daban a sí mismos el título de Quetzalcóatl. Sin embargo, la doctrina del dios-héroe no fue observada por los aztecas, pues si Quetzalcóatl había predicado una doctrina de desprendimiento y purificación personal como medio para trascender, los aztecas sustituyeron esa exaltación de la vida espiritual por una razón de Estado consistente en la exaltación de la muerte física.

No es extraño que en el panteón de los aztecas, elaborado casi por completo a base de dioses «nacionalizados», se observen abundantes incongruencias, como se observan también en la adopción de los más antiguos mitos, modificados a tenor de los intereses de Estado.

Una tradición antiquísima señalaba el origen de todas las cosas en un solo principio dual: Omete­cuhtli (Señor 2) y Omecíhuatl (Señora-2). Un desarrollo posterior-ya de carácter azteca-quiso que de la primitiva pareja divina procedieran los cuatro dioses creadores: el Tezcatlipoca rojo (dicho también Xipe o Camaxtle), y el Tezcatlipoca negro (o simplemente Tezcatlipoca), Quetzalcóatl y Huitzilopochtli. Resulta evidente la intención de colocar a Hitzilopochtli a la altura de los supremos dioses, pese que otra tradición, mencionada más arriba y que es netamente azteca, presenta a Huizilopochtli como hijo de Coatlicue.

Otro ejemplo -el de mayores consecuencias- de este fenómeno de adopción de los antiguos mitos, nos lo ofrece la famosa Leyenda de los Soles, que llegó a ser fundamental para la religión azteca.

De acuerdo con una remotísima tradición, existía la creencia de que, antes de la actual humanidad, habían existido otras cuatro presididas cada una de ellas por otros soles. Nos encontraríamos, por lo tanto, en la era del Quinto Sol. Las cuatro creencias precedentes, según una de las versiones aztecas, habrían sido presididas, respectivamente por Tezcatlipoca, Quetzacóatl, Tláloc y Chalchiutlicue (diosa de las aguas y hermana de Tláloc).

A Tezcatlipoca correspondería, pues, el primer Sol y la era inicial del mundo. Siendo que su nahual o disfraz es el ocelote o tigre, ese primer Sol se denomina Ocelotonatiuh (Sol de Jaguar). Los primeros hombres fueron gigantes, pero incapaces de cultivar la tierra; por lo tanto, se alimentaban de manera silvestre. Pero Quetzalcóatl, con bastón golpeó a Tezcatlipoca y éste se vino abajo transformándose en tigre y devoró a los gigantes, quedando la tierra despoblada y el universo desprovisto de sol. Tal catástrofe ocurrió en la fecha 4-Tigre.

Entonces ocupó Quetzalcóatl el puesto de Sol, hasta que lo derribó Tezcatlipoca dándole un zarpazo. Se levantó un viento huracanado que arrasó con los árboles y aniquiló a los nuevos hombres, quedando sólo algunos, pero transformados en monos. Eso aconteció un día con la fecha 4-Viento.

Después de tal desastre, los dioses pusieron como Sol al dios de la Lluvia, Tláloc, que es también dios del rayo, dios del fuego celeste. Otra vez intervino Quetzalcóatl haciendo que lloviera fuego, de tal manera que los hombres volvieron a perecer, quedando sólo algunos, transformados en pájaros. Sucedió en la fecha 4-Lluvia.

Luego Quetzalcóatl puso como Sol a la hermana de Tláloc, Chalchiutlicue, «la de las faldas de jade», pero otro dios, presumiblemente Tezcatlipoca, desató una terrible Lluvia que inundó la tierra y ocasionó la muerte de los hombres, salvándose sólo algunos, transformados en peces. Sucedió en la fecha 4-Agua.

Una vez apuntados estos antecedentes, he aquí la parte que más nos interesa del mito:

Al encontrarse el universo nuevamente sin Sol y la tierra sin hombres, los dioses se reúnen en Teotihuacan y determinan que es necesario el sacrificio de alguno para que se convierta en Sol. Dos son los candidatos: el uno poderoso y rico; el otro, enfermo y Lleno de Llagas (Nanáhuatl); éste último es quien primero se arroja al fuego para sacrificarse, y cuando la hoguera se está extinguiendo, se arroja también el otro. Después el águila, y se quema por completo; luego el tigre, pero se queda a la vera del fuego y sólo se mancha en algunas partes de su cuerpo; enseguida otros animales. (Este detalle es importante porque es el fundamento mítico de los dos órdenes militares de más alto rango entre los aztecas: los caballeros-águila y los caballeros-tigre). Al cabo de algún tiempo, aparece el dios llagado transformado en Sol radiante, pero no emprende su marcha; exige para ello el sacrificio de los demás dioses. Aparece también la Luna y pretende iluminar igual que el Sol, a pesar de no haberse sacrificado con igual arrojo; por tal motivo, uno de los dioses la golpea con un conejo incrustándoselo en la cara.

Al consumarse el sacrificio de los otros dioses, el Sol emprende su marcha.

Aunque expuesto sólo en sus líneas generales, es fácil advertir la importancia que este mito alcanzó en la religión azteca: el sacrificio requerido por el Sol ya no está a cargo de los dioses, sino de los hombres. Los orgullosos aztecas Llegaron a convencerse de ser ellos los predestinados para mantener la vida del Sol; se sintieron, pues, depositarios de una misión universal, que cumplían a través de su discutido ritual de muerte.

El más hermoso monumento solar de los mexicas, el famoso Calendario Azteca o Piedra del Sol, es como una exposición de la Leyenda de los Soles. La figura central, que es el rostro del Quinto Sol, el actual, se ve rodeado por los signos de los cuatro soles anteriores, y él mismo ostenta el signo de la fecha en que también habrá de perecer: el día 4-Temblor. Pero lo más interesante para los fines de esta exposición es advertir que sus manos, que son como garras de águila, aferran los corazones de los sacrificados.

La objeción de los poetas

Un sistema de vida presidido por la constante presencia de la muerte, ¿podía satisfacer las más profundas exigencias del individuo? ¿Bastaban las doctrinas oficiales para responder a las inquietantes preguntas sobre el sentido de la existencia?

El análisis de la poesía náhuatl nos sugiere una respuesta negativa. Es verdad que no escasean los cantos en los que el poeta proclama su ardiente deseo de morir en la guerra; sin embargo, la mayoría de los cantores nahuas ponen en entredicho el sentido que puede tener una existencia que se antoja fugaz y constantemente amenazada, y plantean una serie de preguntas vitales alrededor de los misterios que esconde el más allá.

«¡No temas, corazón mío! En medio de la llanura, mi corazón quiere la muerte a filo de obsidiana. Sólo esto quiere mi corazón: la muerte en la guerra».

Por excelente que sea, este canto guerrero nada tiene de la dimensión existencial que alcanza este otro, en que se adivina un grito de rebeldía:

«Sólo venimos a dormir, sólo venimos a soñar ¡No es verdad, no es verdad que venimos a vivir en la tierra! Como hierba en cada primavera nos vamos convirtiendo; está reverdecido, echa sus brotes nuestro corazón, algunas flores produce nuestro cuerpo, y por allá queda marchito».

Rebelión en el espíritu y suave queja dirigida al «Dador de la vida», cuyos designios últimos no se comprenden, aunque permanezca viva la esperanza de encontrar junto a El la anhelada felicidad. Así lo canta el célebre Nezahualcóyotl:

«Sólo como a una flor nos estimas, así nos vamos marchitando, tus amigos. Como a una esmeralda, tú nos haces pedazos. Como a una pintura, tú nos borras. Todos se marchan a la región de los muertos, al lugar común de perdernos. ¿Qué somos para ti, oh Dios? Así vivimos, así en el lugar de nuestra pérdida, nos vamos perdiendo, nosotros los hombres. ¿A dónde tendremos que ir... ? Hay un brotar de piedras preciosas, hay que florecer de plumas de quetzal, ¿son acaso tu corazón, Dador de la vida? ¡Nadie dice, estando a tu lado, que viva en la indigencia!».

En otros poemas, como en el siguiente, las dudas del anónimo cantor son angustiantes:

«Es la razón porque lloro: nos han dejado huérfanos en la tierra. ¿Dónde está el camino para buscar el reino de la muerte? ¿Dónde el lugar en que habitan los que ya no tienen cuerpo? ¿Es que sigue habiendo vida en el lugar del misterio? ¿Es que aún tienen allá conciencia nuestros cora­zones? ¡En un arca, en un estuche esconde y amortaja a /os hombres Aquel por quien todo vive! ¿Habré de verlos acaso? ¿Veré a mi padre y a mi madre? ¿Habrán de venir a darnos su canto y su palabra? Nadie queda con nosotros: nos han dejado huérfanos en la tierra».

Frente a dudas tan radicales, cobra mayor fuerza dramática lo único seguro y constatable: nuestro paso por la tierra es fugaz, todos hemos de irnos, nadie volverá de nuevo.

«Meditadlo, señores, águilas y tigres: aunque fuerais de jade, aunque fuerais de oro, también allá iréis, al lugar de los descarnados. Tendremos que desaparecer, nadie habrá de quedar» (Nezahualcóyotl).

«Continúa la partida de gentes, todos se van. Los príncipes, los señores, los nobles nos dejaron huérfanos. ¡Sentid tristeza, oh vosotros, señores! ¿Acaso vuelve alguien, acaso alguien regresa de la región de los descarnados? ¿Vendrá a hacernos saber algo Motecuhzoma, Nezahualcóyotl, Totoquihatzin? Nos dejaron huérfanos, ¡sentid tristeza, o vosotros, señores!» (Axayácatl, señor de Tenochtitlan).

El siguiente fragmento es muy significativo, pues corresponde a un poema que se supone dedicado a una cortesana, a una mujer que presta su cuerpo y su belleza. El lirismo se vuelve trágico al introducirse en el poema la advertencia sobre la inevitable muerte:

Aquí tú has venido, frente a los príncipes; tú, maravillosa criatura, invitas al placer. Sobre la estera de plumas amarillas y azules, aquí estás erguida. Preciosa flor de maíz tostado, sólo te prestas, serás abandonada, tendrás que irte, quedarás descarnada» (Tlaltecatzin).

Si es tan incierta la condición del hombre en el más allá y lo único seguro es la inevitable partida, resulta espontáneo para el poeta buscar la solución al conflicto.

Para algunos cantores, la solución está en alegrarse, en gozar de la vida mientras se existe sobre la tierra:

«Sólo esto dice mi corazón: no volveré una vez más, jamás volveré a salir sobre la tierraYo ya me voy, ya me voy a su casa. Sólo trabajo en vano. Gozad, gozad, amigos nuestros» (Cuacuauhtzin).

Para otros, la misión en la tierra es hacer amigos, forjar la amistad y revelar a los humanos, a través del canto, el enigma de los dioses:

«Yo he venido, me pongo en pie, forjaré cantos, haré que los cantos broten para vosotros, amigos nuestros. Soy enviado de Dios, soy poseedor de las flores, yo soy Temilotzin, ¡he venido a hacer amigos aquí!» (Temilotzin).

Pero la verdadera contrapartida frente al mis­terio del más allá radica en la perennidad de la poesía, la única creación humana que no ha de perecer jamás:

«¿Sólo así he de irme, como las flores que perecieron? ¿Nada quedará en mi nombre? ¿Nada de mi fama aquí en la tierra? ¡Al menos flores, al menos cantos!» (Ayocuan Cuetzpaltzin).

NOTAS

(1) Séjourné, Laurette, Pensamiento y Religión en el México Antiguo. Fondo de Cultura Económica, México, pp. 37-38.

(2)Sahagún, Fray Bernardino de, Historia General de las Cosas de Nueva España, Ed. Porrúa, México, 1956. Tomo II, p. 181

(3) Sahagún, op. cit., Tomo I, p. 293.

(4) Sahagún, op. cit., Tomo I, p. 297.

(5) Caso, Alfonso, El Pueblo del So!, Fondo de Cul­tura Económica, México, 1974, p. 98.

(6) Frazer, James George, La Rama Oorada, Fondo de Cultura Económica, México, 1969, p. 662.
Tomado directamente de: http://sabiduria.es/index.php/indigena/10-america/53-espacios-de-curacion

domingo, 11 de noviembre de 2012

Apolo y Jacinto, mitología griega.

Hace ya mucho tiempo que no publico nada porque mi tiempo que usaba en escribir en éste espacio, lo he dedicado a facebook. Hoy, vagaba por el ciberespacio y no se como me topé nuevamente con la apasionante mitología griega. Les dejo a continuación, un amor entre el Dios Apolo y un mortal, Jacinto.  


Jacinto, era un apuesto joven hijo del rey de Esparta, tan hermoso como los mismísimos dioses del Monte Olimpo, gozaba del amor de Apolo, el arquero. El dios Apolo solía bajar por las orillas del río Eurotas, dejando desierto su santuario en Delfos, para pasar tiempo con su joven amigo y deleitarse con los placeres de los jóvenes amantes. Cansado de su música y de su gran arco, Apolo hallaba descanso en pasatiempos sencillos. Ora llevaba a Jacinto a cazar a los bosques y calveros de las laderas de las montañas, ora practicaban gimnasia, una disciplina que posteriormente Jacinto enseñaría a sus amigos y por la que fueron famosos los espartanos. La vida sencilla despertó los apetitos de Apolo, a quien el muchacho de pelo rizado resultó más encantador que nunca. Apolo le entregó su amor sin restricciones, olvidando que se trataba de un simple mortal.



Una vez, durante una calurosa tarde de verano, los amantes se desnudaron, se untaron con aceite de oliva y probaron suerte en el lanzamiento de disco, cada uno de ellos intentando superar al otro. El disco de bronce volaba cada vez más alto. Finalmente, reuniendo todas sus fuerzas, giró sobre sí mismo hasta que dejó libre el brillante disco, que se alzó rápidamente, cual pájaro, cortando en dos las nubes hasta que, brillando como si fuese una estrella, empezó a caer.


Jacinto corrió a cogerlo, tanta era la prisa que tenía por lanzarlo, para demostrar a Apolo que, por joven que fuera, no era menos diestro que el dios en este deporte. El disco cayó por fin a tierra pero era tanta la fuerza que llevaba que rebotó y golpeó violentamente a Jacinto en la cabeza. Este gimió dolorido y cayó al suelo. La sangre manó en grandes cantidades por su herida, tiñendo de profundo carmesí el oscuro cabello del hermoso joven.


Horrorizado, Apolo corrió hacia su amante, se inclinó sobre él, dejó reposar su cabeza sobre sus propias rodillas e intentó desesperadamente cortar el torrente de sangre que salía de la herida, pero todo fue en vano. Jacinto cada vez estaba más pálido y sus ojos, siempre tan vivos, perdieron su brillo mientras su cabeza caía hacia un lado, como si fuese una flor del campo que se marchitase bajo los rayos del sol de mediodía. 



Con el corazón destrozado, Apolo gritó: "¡Te llevaron las garras de la muerte, amado mío! Ay de mí, pues por mi culpa has muerto. ¿O debo culpar a mi amor? Ay, culpa de un amor que demasiado ama. ¡Si tan sólo pudiese expiar mi culpa uniéndome a ti en el viaje a los reinos desolados de la muerte! ¿Por qué he sido castigado con la maldición de la vida eterna? ¿Por qué no puedo seguirte?


Apolo sostuvo a su moribundo amigo junto a su pecho, mientras sus lágrimas caían a borbotones sobre su pelo manchado de sangre. Jacinto murió y su alma voló al reino de Hades. El dios se agachó y susurró suavemente junto a la cabeza del joven muerto: "Siempre vivirás en mi corazón, hermoso Jacinto. Que tu recuerdo viva también entre los hombres". Y, a una orden de Apolo de la sangre de Jacinto brotó una flor roja a la que nosotros llamamos jacinto y en cuyos pétalos puede aún leerse "Ay", el sollozo de pena que surgió del pecho de Apolo.

Así, la memoria de Jacinto pervivió entre la burguesía de Esparta, que honró a su hijo, a quien festejó durante tres días con las fiestas jacinteas. El primer día, lloraron su muerte y los dos últimos, celebraron su resurrección.