jueves, 10 de abril de 2008

Decálogo Para Saber Envejecer

1. Cuidarás tu presentación día a día. Arréglate como si fueras a una fiesta. ¡Qué más fiesta que la vida! El peinado, La ropa, todo atractivo, oliendo a limpio y a buen gusto. EL buen gusto es gratuito, no cuesta nada. Que al verte se alegren tu espejo y los ojos de Los demás.

2. No te encerrarás en tu casa ni en tu habitación. Nada de jugar al enclaustrado o al preso voluntario. Saldrás a la calle y al campo de paseo. EL agua estancada se pudre y la máquina inmóvil se enmohece.

3. Amarás el ejercicio físico como a tí mismo. Un rato de gimnasia, una caminata razonable dentro o fuera de casa, por lo menos abrir la puerta, regar las rosas, contestar el teléfono, cualquier movimiento que te despegue de la cama y del sillón. Contra inercia, diligencia.

4. Evitarás actitudes y gestos de viejo derrumbado, la cabeza gacha, La espalda encorvada, Los pies arrastrándose, no. Que La gente diga un piropo cuando pases: Qué tiesecito el señor, qué altiva la señora.


5. No hablarás de tu vejez ni te quejarás de tus achaques. Acabarás por creerte más viejo, más viejo y enfermo de lo que en realidad estás. Y te harán el vacío. A la gente no le gusta oír historias de hospital. Cuando te pregunten: ¿Cómo estás?, contestarás que divinamente.

6. Cultivarás el optimismo sobre todas las cosas. Al mal tiempo, buena cara. Sé positivo en los juicios, de buen humor en las palabras, alegre de rostro, amable en los ademanes. Se tiene la edad que se ejerce. La vejez no es cuestión de años sino un estado de ánimo. El corazón no envejece, el cuero es el que se arruga.

7. Tratarás de ser útil a tí mismo y a los demás. No eres un parásito ni una rama desgajada del árbol de la vida. Bástate hasta donde sea posible. Y ayuda, ayuda con una sonrisa, un consejo, un servicio. Al abrirte a los demás, dejarás de estar pensando en un “yo” angustiado y solitario. Sólo cuando se abre la nuez aparece la almendra.

8. Trabajarás con tus manos y tu mente. El trabajo es la terapia infalible. Cualquier actitud laboral, intelectual, artística. Haz algo, lo que sea y lo que puedas. Una ocupación artesanal, un rato de lectura, un trozo amable de TV, la música. la bendición del trabajo es medicina para todos los males.

9. Mantendrás vivas y cordiales las relaciones humanas. Desde luego las que se anudan en el hogar, integrándote a todos los miembros de la familia. Ahí tienes la oportunidad de convivir con niños, jóvenes y adultos, el perfecto muestrario de la vida. Luego ensancharás tu corazón a los amigos, con tal que los amigos no sean exclusivamente unos viejos como tú. Huye del bazar de las antigüedades.

10. No pensarás que “todo tiempo pasado fue mejor”. Deja de estar condenando tu mundo y maldiciendo tu momento. No digas a cada palabra “las cosas andan mal, en mi tiempo…” Positivo siempre, negativo jamás!. El anciano debiera ser como la luna, un cuerpo opaco destinado a dar luz.

Mons. Joaquín Antonio Peñalosa

miércoles, 9 de abril de 2008

Pecado de Omisión



A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su padre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del peublo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientos cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque lo recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas. Y como él los de su casa. La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:
-- ¡Lope!
Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.
-- Te vas de pastor a Sagrado.
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló de prisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.
-- Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Aurea, con las cabras del Aurelio Bernal.
-- Sí, señor.
-- No, irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
-- Sí, señor.
Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina. -- Andando --dijo Emeterio Ruiz Heredia Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.
-- ¿Qué miras? ¡Arreando!
Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que aguardaba, como un perro, apoyado en la pared. Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo lio un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís. -- He visto al Lope --dijo--. Subía para Sagrado. Lástima de chico.
-- Sí --dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano--. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El "esgraciao" del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.
-- Lo malo --dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta --es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela... Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos: -- ¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa.
Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza.
Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenían que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.
El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la "collera": Pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una botella de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba ahí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbido de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el mismo cielo, cruzados como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.
Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.
¡Vaya roble! --dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.
Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de clase que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.
Francisca comentó:
-- Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.
Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.
-- ¡Eh! --dijo solamente. O algo parecido. Manuel volió a mirarle, y lo conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.
-- ¡Lope! ¡Hombre, Lope...!
¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras veía a Manuel Enríquez.
Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo. Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa.
Como trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquella, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco, frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenía una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole: -- ¡Lope! ¡Lope!
Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises. -- Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora... En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él, así, sin más. Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él, con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de duelo, de indignación "Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no le recoge..." Lope sólo lloraba y decía: -- Sí, sí, sí...
Ana María Matute.

domingo, 6 de abril de 2008

El Recado



Vine Martín, y no estás. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es este tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le arranzan las ramas más accesibles... En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy honestas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos,uno, dos... Todo tu jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza. Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol da también contra el vidrio de tus ventanas y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella te trae una sopa cuando estás enfermo y que su hija te pone inyecciones... Pienso en ti muy despacio, com si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente.
Estoy inclinada ante una hoja de papel y te escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna cuadra donde camines apresurado, decidido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te imagino siempre: Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna de esas banquetas grises y monocordes rotas sólo por el remolino de gente que va a tomar el camión, has de saber dentro de tí que te espero. Vine nada más a decirte que te quiero y como no estás te lo escribo. Ya casi no puedo escribir porque ya se fue el sol y no sé bien a bien lo que te pongo. Afuera pasan más niños, corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: "No me sacudas la mano porque voy a tirar la leche..." Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero. Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la juventud lleva en sí,la imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo todo con el amor. Ladra un perro; ladra agresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia afuera porque en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se roban entre sí...Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre fui dócil, porque te esperaba. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguardan la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granada que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde esas horas vividas en la imaginación, hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza. Todos estamos --oh mi amor-- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.
Ha caído la noche y ya y casi no veo lo que estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo las letras. Allí donde no le entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon: "Te quiero..." No sé si voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo... Quizá ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado: que te diga que vine.
Elena Poniatowska

sábado, 5 de abril de 2008

Soneto de la Carta

Amor de mis entrañas, viva muerte,
en vano espero tu palabra escrita
y pienso, con la flor que se marchita,
que si vivo sin mi quiero perderte.

El aire es inmortal, la piedra inerte
ni conoce la sombra ni la evita.
Corazón interior no necesita
la miel helada que la luna vierte.

Pero yo sufrí, rasgué mis venas,
tigre y paloma sobre tu cintura
en duelo de mordiscos y azucenas.

Llena, pues, de palabras mi locura
o déjame vivir en mi serena
noche del alma para siempre oscura.

Federico García Lorca.